Texto
1
Victoria Guzmán, la cocinera, estaba segura de
que no había llovido aquel día, ni en todo el mes de febrero. «Al contrario»,
me dijo cuando vine a verla, poco antes de su muerte. «El sol calentó más
temprano que en agosto.» Estaba descuartizando tres conejos para el almuerzo,
rodeada de perros acezantes, cuando Santiago Nasar entró en la cocina. «Siempre
se levantaba con cara de mala noche», recordaba sin amor Victoria Guzmán.
Divina Flor, su hija, que apenas empezaba a florecer, le sirvió a Santiago Nasar
un tazón de café cerrero con un chorro de alcohol de caña, como todos los
lunes, para ayudarlo a sobrellevar la carga de la noche anterior. La cocina
enorme, con el cuchicheo de la lumbre y las gallinas dormidas en las perchas,
tenía una respiración sigilosa. Santiago Nasar masticó otra aspirina y se sentó
a beber a sorbos lentos el tazón de café, pensando despacio, sin apartar la
vista de las dos mujeres que destripaban los conejos en la hornilla. A pesar de
la edad, Victoria Guzmán se conservaba entera. La niña, todavía un poco
montaraz, parecía sofocada por el ímpetu de sus glándulas. Santiago Nasar la
agarró por la muñeca cuando ella iba a recibirle el tazón vacío.
-Ya estás en tiempo de
desbravar -le dijo.
Victoria Guzmán le mostró
el cuchillo ensangrentado.
-Suéltala, blanco -le
ordenó en serio-. De esa agua no beberás mientras yo esté viva.
Había sido seducida por
Ibrahim Nasar en la plenitud de la adolescencia. La había amado en secreto varios
años en los establos de la hacienda, y la llevó a servir en su casa cuando se
le acabó el afecto. Divina Flor, que era hija de un marido más reciente, se
sabía destinada a la cama furtiva de Santiago Nasar, y esa idea le causaba una
ansiedad prematura. «No ha vuelto a nacer otro hombre como ése», me dijo, gorda
y mustia, y rodeada por los hijos de otros amores. «Era idéntico a su padre -le
replicó Victoria Guzmán-. Un mierda.» Pero no pudo eludir una rápida ráfaga de
espanto al recordar el horror de Santiago Nasar cuando ella arrancó de cuajo
las entrañas de un conejo y les tiró a los perros el tripajo humeante.
-No seas bárbara -le dijo
él-. Imagínate que fuera un ser humano.
Texto
2
Eran gemelos: Pedro y Pablo Vicario. Tenían 24
años, y se parecían tanto que costaba trabajo distinguirlos. «Eran de catadura
espesa pero de buena índole», decía el sumario. Yo, que los conocía desde la
escuela primaria, hubiera escrito lo mismo. Esa mañana llevaban todavía los
vestidos de paño oscuro de la boda, demasiado gruesos y formales para el
Caribe, y tenían el aspecto devastado por tantas horas de mala vida, pero
habían cumplido con el deber de afeitarse. Aunque no habían dejado de beber
desde la víspera de la parranda, ya no estaban borrachos al cabo de tres días,
sino que parecían sonámbulos desvelados. Se habían dormido con las primeras
auras del amanecer, después de casi tres horas de espera en la tienda de
Clotilde Armenta, y aquél era su primer sueño desde el viernes. Apenas si
habían despertado con el primer bramido del buque, pero el instinto los
despertó por completo cuando Santiago Nasar salió de su casa. Ambos agarraron
entonces el rollo de periódicos, y Pedro Vicario empezó a levantarse.
-Por el amor de Dios
-murmuró Clotilde Armenta-. Déjenlo para después, aunque sea por respeto al señor
obispo.
«Fue un soplo del Espíritu
Santo», repetía ella a menudo. En efecto, había sido una ocurrencia providencial,
pero de una virtud momentánea. Al oírla, los gemelos Vicario reflexionaron, y
el que se había levantado volvió a sentarse. Ambos siguieron con la mirada a
Santiago Nasar cuando empezó a cruzar la plaza. «Lo miraban más bien con
lástima», decía Clotilde Armenta. Las niñas de la escuela de monjas atravesaron
la plaza en ese momento trotando en desorden con sus uniformes de huérfanas.