miércoles, 2 de diciembre de 2009

EL GUBERNAMENTAL DESPRECIO POR LA LIBERTAD




Título, tema y resumen de este artículo de Javier Marías.

Entre los muchos síntomas de enloquecimiento que en los últimos tiempos presenta el Gobierno de Zapatero (en España deberían prohibirse las segundas legislaturas, porque en ellas todos los Presidentes pierden el norte, cuando no el juicio, como Aznar), hay uno al que se presta poca atención y que a mí me parece de los más graves, por lo que significa y deja traslucir: nada menos que el más absoluto desprecio por la democracia.

“Lo que nuestro trivial Gobierno no se para nunca a pensar es si una ley es en sí justa o no”

Como saben, hace unos años el Gobierno y el Parlamento aprobaron una ley antitabaco que puso considerables restricciones a los fumadores, a los que ni siquiera se permitió disponer de un espacio cerrado, en sus trabajos, para echarse un pitillo de vez en cuando. A los bares y restaurantes se los obligó a separar tajantemente las áreas de fumadores y de no fumadores si sus locales sobrepasaban los cien metros cuadrados, lo cual les supuso a muchos hosteleros costosas obras y reformas. En cuanto a los de menos de cien metros, se dejó, lógicamente, que los dueños decidieran si los suyos eran espacios libres de humo o no, es decir, se les concedió cierto grado de libertad. Ahora Zapatero planea acabar con esa libertad, y promulgar una nueva ley que prohíba fumar en todos los bares y restaurantes sin excepción y sin que, absurda e injustamente, los propietarios puedan opinar ni decidir al respecto. Así, la libertad que Zapatero y su entonces Ministra de Sanidad Salgado otorgaron en su momento para elegir, ha resultado ser una libertad de quita y pon, falsa y condicionada. Como el uso que la mayoría de los hosteleros hicieron de esa libertad no fue del agrado del Gobierno (que deseaba que prohibieran fumar), entonces se les retira sin más.

No sé si ustedes se dan cuenta de la gravedad del asunto y de lo antidemocrática que resulta la actitud zapateril o gubernamental. Denota el mismo desprecio por la voluntad de los individuos que si se les dijera: “Miren, estamos en un sistema democrático y por lo tanto ustedes pueden votar y elegir a sus representantes cada cuatro años. Ahora bien, si no eligen como nosotros esperamos y deseamos (esto es, si no nos votan a nosotros), entonces cambiaremos las leyes, suprimiremos ese derecho y no les permitiremos acudir más a las urnas, ya que en ellas no depositan el papel que nos gusta. Ustedes disponían de esa libertad, pero sólo en la medida en que nos complacieran con ella, en que supieran interpretar nuestros deseos y los satisficieran. Si no es así, se acabó tal libertad”. ¿Verdad que ante semejante mensaje la ciudadanía se rebelaría (o eso espero; con las cada vez más amplias tragaderas de la gente, y su mayor indiferencia ante las injusticias y la corrupción, ya no lo sé)? Pues lo que se proponen Zapatero y la actual Ministra de Sanidad Jiménez es, a escala reducida, el mismo atentado contra la democracia y las libertades.

La principal razón que estos políticos aducen para el endurecimiento de esa ley antitabaco es que España debe amoldarse a lo que rige en los países “de nuestro entorno”. Que yo sepa, los Estados Unidos, el histérico e hipócrita propulsor de estas campañas, no es precisamente de nuestro entorno. Pero lo que nuestro trivial y adocenado Gobierno no se para nunca a pensar, mostrando su increíble falta de personalidad, es si una ley es en sí justa o no, independientemente de las injusticias cometidas “en nuestro entorno”. Los no fumadores fundamentalistas se quejan de que no pueden entrar en muchos bares, por lo que exigen que sean los fumadores los que a partir de 2010 no puedan entrar. Según esa argumentación, podrían exigir que no hubiera locales topless aquellos que no quieran ver tetas sobre un mostrador, o que no haya billares los que detesten su ambiente, o discotecas los que no soporten el ruido, o casinos los que ven con malos ojos el juego o temen caer en él. La gente, simplemente, se abstiene de entrar o de llevar niños a ciertos sitios, pero no exige que esos sitios dejen de existir, como se pretende ahora con los espacios en que se puede fumar.

Yo no tengo coche, y me gustaría que cuantos lo tienen dejaran de utilizarlo y de atentar contra mi salud en mucha mayor medida de lo que lo hacen los fumadores, pero no se me ocurre pedir que no se circule en automóviles particulares y que se use sólo el transporte público o la bici. En cuanto a los Gobiernos, su grado de hipocresía salta a la vista si se recuerda que casi todos ellos, mientras dicen proteger la salud de la gente con sus leyes antitabaco, se dedican a vender armamento por doquier y al por mayor, incluido el de Zapatero. Por lo demás, es fácil prever lo que traerá la nueva ley, y que ya ha ocurrido en Italia: los bares y restaurantes instalarán más terrazas (para beneficio y recaudación de los Ayuntamientos), en las que en invierno pondrán calefactores, para que la gente se siente en ellas a fumar. En un país tan bullanguero, ruidoso y vociferante como el nuestro, lo más probable es que los no fumadores fundamentalistas pasen a ser insomnes perpetuos. Al escándalo permanente de los botellones habrá que añadir el de los fumaderos al aire libre. Creo que, más daño que el humo para los que lo elijan, harán la falta de descanso y los nervios de punta para todo el mundo. Suele ocurrir: el desprecio por las libertades trae más males que remedios.

EL ESPÍRITU DEL RECICLAJE. Almudena Grandes

Título, tema y resumen de este artículo de Almudena Grandes.


Aquella tarde, cuando él llegó a casa, el presidente de la comunidad de vecinos estaba pegando en la puerta un cartel que anunciaba la instalación de un punto limpio en una plaza cercana a su casa.
Antes de terminar de leerlo, pensó en lo contenta que iba a ponerse su mujer, porque ella era, con mucho, la más sensible de los dos o, al menos, la que se había sensibilizado antes. Ahora ya, por no oírla, él se había acostumbrado a cerrar el grifo mientras se lavaba los dientes o se enjabonaba el cuerpo, a pasar las sobras de sopa por un colador para tirar por separado los fideos y el caldo, y a meter en una bolsa aparte las botellas de los tercios de cerveza que se bebía con sus amigos cuando tocaba ver el partido en su casa. También a encontrar un montón de pilas usadas en el primer cajón que se le ocurriera abrir. ¿Y qué quieres?, se defendía ella. Cuando voy a casa de mi madre se me olvida cogerlas, y aquí cerca no tenemos ningún contenedor…
–El domingo te vas a hartar de tirar material contaminante, cielo –al subir, le dio la noticia con un beso–. Ya puedes empezar con el registro…


Empezó enseguida y tardó un par de días en terminar, pero su trabajo fue tan fructífero que el sábado por la noche ningún cajón hacía ruido al abrirse, y dos bolsas grandes de papel, otra de plástico, durmieron en el vestíbulo. Dentro, había un poco de todo. Decenas de pilas, por supuesto, pero también ocho o nueve aerosoles variados, un exprimidor eléctrico que él ya no recordaba que hubiera existido alguna vez, un secador de pelo, una batidora de mano, dos agendas electrónicas averiadas, tres teléfonos móviles escacharrados, alguno incluso con la pantalla hecha añicos, y… En fin, un montón de cosas que él habría ido tirando alegremente a la basura durante los últimos seis o siete años, si no hubiera tenido la suerte de vivir con una mujer tan estupenda.


Por eso, el domingo, cuando ella le preguntó si la ayudaba a bajarlo todo al camión, hasta le hizo ilusión acompañarla.
Y por eso, aquel día estuvo a punto de perderse, de liarse a puñetazos, por primera vez desde que salió del instituto, con el empleado municipal que les recibió, sonrisa de oreja a oreja, ante un camión flamante, pintado en colores claros y, como no podía ser de otra manera, limpio limpísimo.


–Buenos días –su mujer le devolvió la sonrisa–. No sabe cómo me alegro de que hayan venido por aquí, porque fíjese todo lo que le traigo.

–¡Ah!, pero… –y bastó que ella abriera la bolsa, mostrando su contenido, para que él empezara a negar con la cabeza–. No, no, no, esto no es así, señora. Yo no puedo cogerle todo eso.

–¿Qué? –y él también pensó que no había oído bien. Pero si todo coincide con los logotipos que tiene pintados ahí, ¿ve?

–Ya, claro, pero para todo existen unos límites en esta vida, ¿sabe? Yo puedo quedarme con dos aerosoles, un pequeño electrodoméstico, un teléfono móvil y un dispositivo electrónico por vecino. Las pilas sí, porque…

–Pero… Perdóneme, es que no le entiendo. Si todo esto es contaminante, y usted se dedica a eliminar residuos contaminantes…

–Sí, pero este servicio no es sólo para usted, señora. Es para todos los vecinos de este barrio.

–Ya, pero el camión es enorme y lo que traigo cabe en tres bolsas, ¿no lo ve? No me diga que los contenedores se han llenado ya, son sólo las doce y media, y…

–Es que no se trata de eso. Las normas son iguales para todos.

–¿Y si no viene gente suficiente para llenar el camión?

–¡Ah! En ese caso, tendré que llevármelo vacío.

–¿Y qué hago yo con todo esto?

–Pues guardarlo otra vez en su casa, hasta que vengamos la próxima vez. Y así, poco a poco…

–Ya –él se asombró de que a ella todavía le quedara paciencia–. ¿Y cuándo fue la última vez que vinieron ustedes por aquí?

–Pues no se lo sabría decir. Yo creo que ésta es la primera. Pero no se enfade conmigo, señora –y volvió a sonreír–. Parece que no entiende usted el espíritu del reciclaje.


En ese momento, él se paró a pensar qué preferiría ella, decidió que cualquier cosa antes que una pelea, y decidió tomar la iniciativa.

–Ella no entiende ese espíritu, no –intervino–, pero yo sí. Yo lo entiendo perfectamente, porque para eso pagamos impuestos municipales, ¿no? Así que coja usted lo que quiera, que ya me ocupo yo de lo demás.

–No se quejarán –les dijo al final–, que les he cogido tres aerosoles, en vez de dos. Lo han visto, ¿no?

–Claro –él asintió con la cabeza–. Adiós. Muchas gracias.

Ella le miró como si no entendiera nada, pero echó a andar tras él. Y cuando le vio tirar las bolsas sin más, en el primer contenedor de cascotes que encontraron junto a la acera, le besó en la mejilla, y sonrió.


(Ésta es la historia, real y verdadera, de cómo la responsabilidad cívica de mi amiga Ángeles Aguilera se estrelló, hace unos meses, contra los reglamentos municipales ante la fachada del Museo Reina Sofía de Madrid)



Artículo procedente de El País Semanal, en el día 25 de Octubre de 2009.

DOS HOMBRES SENTADOS. Ray Loriga

Título, tema y resumen de este artículo de Ray Loriga

Sentarse bien es importartante. Nos lo repetían en el colegio y en casa. La manera en la que un individuo se sienta dice mucho de su disposición, de su interés, de su respeto. Repasando las relaciones entre Estados Unidos y España en tiempos recientes, llego a la conclusión de que sufrimos las consecuencias de la pésima actitud de dos hombres mal sentados. Solemos decir que los mandatarios se agarran al sillón o a la poltrona, pero esto, siendo grave, no es tan preocupante como lo mal que se sientan. Si a los críos, en la clase o en la mesa, les exigimos una postura acorde a la ocasión, cuanto más habría que exigir a aquellos que desempeñan o aspiran a desempeñar responsabilidades de Estado. Revisando ahora las imágenes de las sentadas más catastróficas en nuestra relación con nuestros aliados y amigos norteamericanos, resulta evidente (aunque evidentemente con demasiado retraso) por qué algunas personas no están del todo capacitadas para asumir las enormes responsabilidades para las que ellos mismos se ofrecen con más ambición que cordura.


“Uno se imagina que un presidente sabe distinguir entre Estado y Gobierno”

En la tristemente famosa foto del rancho de Tejas, vemos a José María Aznar francamente mal sentado. Los pies en la mesa, el puro en la mano, la sonrisa autosatisfecha; en fin, la peor de las actitudes cuando uno se dispone a mandar a sus soldados a una guerra que, necesaria o no, eso ahora da lo mismo, significará la muerte, el dolor y la penuria para miles de seres humanos, propios o ajenos, militares y civiles.

Todas las guerras son monstruosas, y algunas, por desgracia, inevitables, pero con independencia de qué guerra se trate, la guerra es un asunto muy serio. Un asunto que requiere poner los pies en el suelo, tensar la espalda, asumir los gestos del desastre.

Uno se imagina que un presidente del Gobierno debería saber al menos eso, pero no. Se ve que algunos han suspendido en historia, antes que en idiomas, sin que eso les haya pasado factura a la hora del examen final en el cursillo acelerado de máximo mandatario.

La otra foto famosa, la del entonces candidato Zapatero sentado al paso de la bandera de Estados Unidos, demuestra también una falta de postura, formación, cultura y, por qué no decirlo, educación a secas, que hacen difícil de entender cuál es la razón última que lleva a cierta gente a pensar que ellos son o deberían ser los elegidos para los cargos de más alta exigencia.

Uno se imagina que un presidente o candidato a tal, sabe distinguir entre Estado y Gobierno, entre circunstancia e historia.

La bandera, si es que significa algo, resume precisamente la historia entera de una nación. No hay una bandera de Bush y otra de Lincoln. Era la misma para George Washington que para Martin Luther King, la misma en Irak que en las playas de Normandía.

Otro tanto cabe decir de un ejército. Los soldados que presentan armas en un desfile no han decidido ninguna acción de guerra, eso lo hacen los políticos. Los soldados sólo arriesgan la vida y la salud mental en ella, son los que mueren y matan, que es como morir dos veces, entre intereses económicos y geopolíticos que se les escapan. Eso es algo que un presidente o candidato debería saber también antes de utilizar una parada militar para sus propios fines electorales.

Yo puedo pensar, como otros muchos, que mejor nos iría sin banderas, sin ejércitos, sin guerras y hasta sin presidentes (y puede que sin naciones), pero yo y esos otros muchos no hacemos carrera a la presidencia, ni nos presentamos ante los demás como el santo grial de la solución de los problemas colectivos.

Winston Churchill pasó algunos de los momentos más difíciles de la historia en pijama, con un puro y hasta con un Dry Martini en la mano, pero en privado. Era su versión del descanso del guerrero. En público y frente al mundo, su inteligencia y su elegancia sujetaron buena parte de lo que entonces se llamaba el mundo libre.

Asumir responsabilidades enormes es un trabajo complicado, pero no es mucho pedirle a quienes en el futuro deseen proclamarse candidatos para tan noble tarea que, al menos, aprendan cuándo y dónde y, sobre todo, cómo sentarse.

Tampoco vendría mal aplicarse un poquito con los idiomas…

ESPECIE DE ABUELA. Maruja Torres

Anímate a escribir en este blog tus comentarios sobre el artículo de Maruja Torres.

ESPECIE DE ABUELA. Maruja Torres

http://www.elpais.com/articulo/portada/Especie/abuela/elpepusoceps/20091025elpepspor_1/Tes

La vida tiene cosas muy extrañas, y las vidas nuevas, más. Ginkie es la mujer filipina que trabaja para mí en Beirut. Es más que una criada. Me ha acompañado al hospital cuando ha sido necesario, nos hemos reído juntas –habla un inglés mucho mejor que el mío y tiene una letra preciosa– y me ha comprendido cuando me ha visto llorando porque compañeros míos de siempre y en plenas facultades han tenido que prejubilarse. Lleva mi propio envejecimiento con tierna preocupación y se alegra cada vez que supero un escollo. Es humana.

“Había esperado a decírmelo porque tenía miedo de que no me gustara la noticia”

Yo, antes –antes de lo que les estoy contando– tenía la costumbre de despedirla los viernes de esta guisa: “Be happy and don’t get pregnant!”. Añadía que yo tampoco me quedaría embarazada ese fin de semana. Era una broma, pero ella se lo tomaba en serio. Al menos su parte, como averigüé hace poco.

Últimamente la había visto engordar, pero, discreta, no le decía nada. Es bajita y de constitución robusta, pero muy atractiva, con su esplendorosa sonrisa y su melena negra y lisa, espesa, que le llega hasta la cintura. Tenía que haber adivinado que había un hombre fijo. Pero, como norma, no me meto nunca en los asuntos privados de quien trabaja para mí, salvo que me lo pida. Ginkie no es que me lo pidiera. Lo suyo fue clamoroso. Un cante, vamos.

Hace un par de meses le abrí la puerta –tiene llave, pero esa mañana se le atascó–, y lo primero que vi fue una enorme barriga cubierta por una camiseta como la de Obélix. “¡Coño, Ginkie! ¡Estás embarazada!”. Menos mal que mi primer impulso fue abrazarla y darle la enhorabuena en árabe: “Mabruk!”, que es una palabra que me encanta porque me recuerda aquella peli antigua, Un taxi para Tobruk, que transcurría en el norte de África durante la Segunda Guerra Mundial. Es lo bueno de ser mayor, te entretienes mucho con las asociaciones.

Ginkie me confesó que había esperado a decírmelo porque tenía miedo de que no me gustara la noticia. Me eché a reír, mira que eres tonta, etcétera. Lo más desconcertante fue otra parte de su confesión: que ella misma había comprendido que estaba encinta a los cuatro o cinco meses –de hecho, se hallaba más adelantada, como se confirmó cuando rompió aguas–, porque hasta ese momento creía que ella era estéril, y “su marido”, también.

Un momento. ¿Marido? “Sí, es musulmán, un trabajador egipcio. Hace cinco años que vivimos juntos, nos ha casado el sheik [autoridad religiosa], aunque el matrimonio no es válido oficialmente”. Se me encogió el estómago. ¿Es bueno contigo? “Muy bueno, muy bueno. Y para una mujer como yo resulta difícil vivir sola”. Tiene razón. Cuántas filipinas no son víctimas de un chulo libanés que las obliga a prostituirse. En el servicio doméstico no son las peor paradas –hay un gran reportaje a hacer sobre la práctica esclavitud de las inmigrantes en Líbano; pero como no se trata de atentados ni de escabechinas guerreras, a nadie le importa–, porque son las que llegaron antes y han espabilado, a causa de muchos sufrimientos. Buscan y prefieren europeos para trabajar. Aunque hay excepciones –es increíble lo fácilmente que se adaptan muchos a la perversidad local–, en general somos justos con ellas.

Ginkie, fuerte como un toro, trabajó en mi casa, con la ayuda de su sobrina Joy, un suspirillo de chica, hasta que un mediodía se sentó en la cocina y dijo: “Uf, creo que estoy cansada”. Parió día y medio después.

Es una niña y se llama Yara. Le pregunté a Ginkie por el significado del nombre y manifestó ignorarlo, pero una amiga de Facebook me ha informado de que quiere decir “la señora” y es de origen tupí.

Ahora mismo, Yara duerme como una señora en mi cama. Su madre la ha colocado en el centro, rodeada de cojines, y entretanto trabaja como siempre aunque a ritmo lento. Está muy feliz. A mí, esa diminuta presencia de ojos achinados y rostro sonriente como el de su madre –los dedos de manos y pies, alargados; será alta como su padre, dice ella– me produce una extraordinaria placidez. Parece como si irradiara paz desde su dormitorio. No sabe nada, no conoce nada. Se limita a sentir. Es ajena a la maldad de este mundo, también a su bondad. Si tengo algo de tiempo por delante y este país no se tuerce demasiado, la veré crecer.